Letras | Cocina
El invierno se lleva las hojas. Nos trae los cítricos.
A mí el frío me lastima, me castiga la piel que llevo expuesta con el filo de su hielo y de su viento, y al resto de la piel, la que anda bajo indecibles capas de abrigo, la deja en igual desamparo. Me lastima, sí, me aletarga, me pone lenta.
Una amiga que vive en el sur de Chile, clima de poco sol e insistentes lluvias, dice chocarse con la mismísima vida cada vez que el ímpetu puntiagudo del frío de su ciudad, Puerto Varas –que fue mía también durante un tiempo– la encuentra al pasar y la golpea en sus calles en el ir y venir de sus quehaceres. Entiendo su emoción, y comparto la complacencia de hallar la vida, sin cita previa, en la calle, como quien se demora unos minutos a conversar con un vecino. A mí me sucede con el sol, con su aire tibio, su luz que no da tregua y que nos deja los ojos en negro para mirar a lo demás. Yo los cierro y lo dejo pasar hasta el fondo, le entrego la piel para que la arrugue y le ponga un color más favorable al pálido natural que disimulo con rubor y constancia diaria.
El invierno…
Otorguémosle algún encanto. Mi vecina acaba de cumplir 81 y sólo bajo un frío insalubre es capaz de taparse el escote hundido en V que presume desde que se le hiciera grande el pecho. El calor ardiente le perturba la conducta y el carácter. Como a otros.
Cocinar en el horno con comodidad y el ánimo en alto es beneficio propio del invierno. Dormir arropados, tomar una sopa, tomar té o café o chocolate. Comerse el ombligo de la naranja de ombligo, pelar sin cuchillo la mandarina, masticar la cáscara del quinoto y tirar la pulpa. Sí, indudablemente, los cítricos. Ellos me han traído hasta aquí para hablarle a usted sobre las razones que me hacen no gustar del invierno. Sin embargo, los cítricos, y en especial un naranjo que crece en una vereda cercana a mi casa, si desprenden su aroma exótico alimonado y dulzón, se me hace fijo entre los dedos hasta el final del día, se me hace la casa de mi nona, María Felisa, madre de mi madre, con su gran patio y sus plantas de mandarinas y naranjas, se me hace que estamos ahí, con mi madre en una tarde fría y soleada, sentadas cada quien en su sillón hamaca, bajo los árboles del patio, eligiendo y comiendo el fruto más maduro, guardando las cáscaras sobre la falda para el festín que después se daban las gallinas.
Se me hace la casa de mi nona Teresa, madre de mi padre, juego a las escondidas con mi hermano y mis primos y arranco algunos quinotos mientras corro a mi escondite.
Se me hacen mis nonas, también una lágrima, alimonada y dulzona, y me la trago. Y doy gracias, por la infancia libre, el amor devoto de mi madre, la disciplina del campo que nos enseñó mi padre, la vida en el campo que conocimos temprano, sus privilegios y rigores, su infalible ciencia.
A estas alturas, se me hace el invierno un poco más gentil…
Mi nona María era naturalmente complaciente y dócil, compuesta de almíbar, hermosa y blanda, para hundirse en su regazo y creerse en alguna nube. Vestía batón de mangas cortas y saco de lana grueso en la época invernal. No le hacía falta más. Gordita y elegante nunca usó pantalones, ni faltó a misa de domingo, con frío o sin él. Lo que más odiaba era el viento, porque le echaba a volar la pelusa que tenía por pelo y le preocupaba llegar a misa desaliñada. Me quiso con despropósito.
Mi nona Teresa vivió postrada en una cama. Así la conocí. Su columna se portó muy mal con ella, le permitía caminar hasta la silla del comedor y de regreso al cuarto, y punto. Me quiso durante las intermitencias que le concedía su enfermedad, pobre nona…
Resolver un recuerdo con una preparación es una forma –a mi modo de ver– económica y eficaz para templar la nostalgia. Fui a la verdulería y compré quinotos, e hice un dulce con las memorias y otros ingredientes del aparador que resultó delicioso, discúlpeme la modestia. Total, le dejo todo explicado para que también lo disfrute.
Me hice más amiga del invierno, debo confesarle. Dos nonas y un regazo valen la fuerza de voluntad para ponerme de su lado. O al menos para juzgarlo más escrupulosamente. Hoy, la ventaja es suya. Le debo un día con mis nonas. Un favor sin dimensiones.
Y a usted, le gusta el invierno?
Dulce de quinotos (para 400 grs de producto terminado)
Ingredientes:
500 grs de quinotos
200 grs de azúcar mascabo *
70 grs de miel orgánica
Lavar los quinotos y cortarlos por la mitad. Quitarle las semillas y apretarlos entre los dedos dentro de la cacerola en donde los vamos a cocinar para que vuelquen su jugo. Agregar el azúcar y la miel y llevar a fuego fuerte hasta que rompa hervor. Continuar a fuego mínimo, revolviendo cada 3 o 4 minutos hasta lograr la consistencia deseada.
Prefiero la fruta en su forma y aún al dente. Si usted busca la suavidad de la mermelada, agregue un poco de agua y siga cocinando. Aplaste con un pisapapas cuando la mezcla se vuelva tierna y cocine por unos minutos más hasta que se amalgamen los sabores.
*El azúcar mascabo es un azúcar de caña integral, no refinado. Tiene un color marrón oscuro y una gran cantidad de melaza lo que le da un gusto muy particular así como una textura pegajosa. Nos aporta vitaminas del tipo B (B1 y B2) y altos contenidos de Vitamina A. Su color amarronado se debe a la presencia de fibras solubles de fácil absorción y digestión. Posee menos calorías que el azúcar blanco.
Se consigue en dietéticas.
Marisa Bergamasco
(Aficionada a la escritura, al buen cocinar y al buen comer y a los buenos y grandes cariños, de profesión agente de viajes, soñadora de vocación, por siempre…)